Por Jorge Cruz Camberos
Mientras en Estados Unidos se recrudece el debate sobre tarifas, tasas de interés y presiones políticas, la Reserva Federal ha dado una lección que, desde México, no podemos darnos el lujo de ignorar: el valor de tener instituciones capaces de decir “no”.
Esta semana, la FED decidió mantener las tasas en 4.25%–4.5%, pese a la presión creciente del presidente Trump por reducirlas. La razón es clara: no se trata solo de política monetaria, sino de integridad institucional. Jerome Powell, su presidente, lo dijo sin rodeos: “Las declaraciones del presidente no afectan en absoluto nuestras decisiones”. Esa frase —tan breve como poderosa— es el reflejo de una institución que sabe que su mandato no es complacer al poder, sino servir al interés público.
Trump, fiel a su estilo, respondió con burlas e insultos. Pero la FED no titubeó. Sabe que ceder hoy, por cálculo político, puede costar estabilidad mañana. Especialmente ahora, cuando los aranceles amenazan con generar inflación persistente, frenar el crecimiento y aumentar el desempleo. La estanflación no es un riesgo menor: es la peor pesadilla para cualquier economía moderna.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver esto con México?
Mucho. Porque en nuestro país, donde también hay tensiones entre el Ejecutivo y órganos autónomos, la experiencia de la FED nos recuerda que el desarrollo no se logra a fuerza de obediencia, sino de equilibrio. La autonomía de instituciones como el Banco de México, el INE o la Corte no es una formalidad técnica; es un ancla moral y económica que protege al país de la improvisación y del abuso.
Y no se trata de defender el statu quo por inercia. Se trata de entender que cuando las reglas del juego se cambian desde el poder, sin diálogo y sin respeto por los contrapesos, lo que se erosiona no es el gobierno actual, sino la confianza del país en su propio futuro.}
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Quienes hemos trabajado por décadas en la construcción de comunidades fuertes, de economías dinámicas y de instituciones confiables, sabemos que el verdadero poder no se impone; se regula. Y se regula mejor cuando hay alguien con la autoridad —y el carácter— para decir “no”.
No a los excesos. No al corto plazo. No al caudillismo moderno que disfraza su ambición de voluntad popular.
México merece instituciones que resistan la tentación del aplauso fácil. Merece un sistema que funcione más allá de los sexenios. Merece líderes con visión, pero también jueces con coraje, banqueros centrales con temple, legisladores con voz propia.
Como país, estamos en una etapa decisiva. Y si queremos seguir siendo una nación que inspire confianza —dentro y fuera— necesitamos recordar que los límites no son una debilidad. Son, precisamente, lo que hace posible una democracia digna de ese nombre.