Por Ricardo Huerta
La presión creciente de agencias de seguridad de Estados Unidos para intervenir de manera más directa en territorio mexicano, con el objetivo de combatir a los cárteles de la droga y al crimen organizado, ha colocado sobre la mesa un debate incómodo pero inevitable: ¿hasta qué punto puede México aceptar la participación extranjera sin poner en entredicho su soberanía?
La narrativa estadounidense se sostiene en la emergencia de salud pública que representa el tráfico de la droga y en la violencia desbordada que se vive en varias regiones del país. Legisladores y funcionarios de los Estados Unidos han insistido en que, si México no logra controlar la operación de los cárteles, ellos deberán actuar para proteger a su población. Esta postura, aunque entendible desde su perspectiva, abre una puerta peligrosa que recuerda episodios de intervención directa en América Latina con consecuencias ambivalentes.
El ejemplo más citado es el Plan Colombia: un éxito relativo en términos militares y de cooperación bilateral, pero con altos costos sociales y cuestionamientos sobre soberanía y derechos humanos. Reproducir ese modelo en México implicaría aceptar que nuestro Estado ha perdido la capacidad de ejercer plenamente su autoridad en parte de su territorio, lo cual no sólo es políticamente riesgoso, sino profundamente delicado para la dignidad nacional.
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Quienes defienden una mayor injerencia estadounidense argumentan que México carece de voluntad política para enfrentar a grupos criminales que hoy operan como ejércitos paralelos. Sin embargo, abrir la puerta a agencias extranjeras también significaría reconocer que entraremos en un conflicto binacional, principalmente porque la postura del gobierno federal ha sido el no querer ningún tipo de intervención en territorio mexicano por parte de agencias de seguridad extranjeras. Es decir: una intervención, incluso bajo el disfraz de “colaboración”, podría generar fricciones sociales y políticas internas, además de un inevitable impacto en la relación bilateral, siempre marcada por asimetrías de poder.
Más allá de los discursos oficiales, lo que ha quedado en evidencia es la falta de voluntad política del gobierno federal para enfrentar a los cárteles de la droga. La violencia sigue desbordada, los territorios bajo control criminal se multiplican y, en lugar de una estrategia clara y firme, se insiste en una narrativa que minimiza el problema o lo traslada al terreno de la responsabilidad compartida con Estados Unidos.
La verdadera solución pasa por fortalecer a las instituciones nacionales, profesionalizar a las fuerzas de seguridad, limpiar los cuerpos policiales e incluso políticos de la corrupción que los corroe y rediseñar las estrategias de inteligencia que permitan anticiparse a los movimientos del crimen organizado. La cooperación internacional es necesaria siempre bajo condiciones claras que respeten la Constitución y la autodeterminación de nuestro país.
El dilema no es únicamente entre soberanía y seguridad, sino entre ejercer poder con responsabilidad o seguir administrando la violencia con discursos. Mientras el gobierno federal carezca de decisión política real, los cárteles continuarán fortalecidos y las presiones externas se intensificarán.
México necesita instituciones firmes y un liderazgo que asuma con seriedad el reto de recuperar el territorio y garantizar la seguridad de su población. Sin esa voluntad política, cualquier intervención extranjera será solo el reflejo de nuestra debilidad interna.